ROJO
Entré al vagón con el corazón colgándome por el lado equivocado. No podía creer que había conseguido el último boleto para el tren nocturno que me llevaría de la costa a la capital; después de haberle rogado al lánguido individuo detrás del mostrador con un español jadeante entintado debajo de una retórica tropezada y patética logré que presionara el botón de "print" (un tanto renuente y malhumorado) y ahora leía la tira de papel coloreado que me había permitido el acceso a mi supuesta salvación: el final que debía tener mi tan caótico viaje por el viejo continente.
Esto significaba que todavía existía una sutil e intermitente posibilidad de que llegara a tiempo para el despegue y consecuente regreso a mi tan narcotraficada Ithaca. Ahora nada más faltaba que alguien me contestara desde el otro océano vía celular con la clave de mi boleto de avión, ah, y también tenía que encontrar la manera de descifrar las entrañas gástricas del metro de Madrid para poder arribar al bendito aeropuerto, antes que nada.
Frente a mí apoyaron sus robustos cuerpos sobre un indefenso asientito dos escandinavas inmensas, masticaban algún tipo de botana grasosa y asintían con la mirada, en una especie de saludo desganado.
Tomé las botellas de vino casero que llevaba cargando desde aquella Italia y las coloqué a mi siniestra, junto a la ventana. Procedí a envolverlas con mi sudadera e intenté conciliar un sueño inmundo e hipócrita "ya casi, ya casi" me decía desde adentro, para calmarme las ansiedades que se me escurrían por debajo de los calcetines.
Habiendo fracasado retomé mi posición inicial, para lo cual me percaté que ahora tenía a un individuo extra sentado a mi diestra, con un aire que se antojaba interrogante. Me saludó verbalmente en castellano y me preguntó algo que no recuerdo porque no me interesaba involucrarme en una plática justo en ese entonces, no tras haber tenido esa calidad de día.
Miré por la ventana pero el negro de la noche no me sorprendió con sus usuales farandulerías imaginativas; mi cerebro había levantado su banderita blanca de "pidos" y sólo se escuchaba algo como "hay un problema con la transmisión debido a mal tiempo, favor de esperar con paciencia hasta reanudar la programación". Nieve de televisión y nada más.
El sujeto, en su incesante necedad por intercambiar verbos, se volvió a referir hacia mi persona con determinación y optimismo. Después de contestar en crescendo no tuve otra opción que fijarme en su semblante: era un chico quizá un año mayor que yo, pelirrojo, coqueto, pecoso, alto, sonriente y esbelto. "Este wey ¿qué?" murmuraron mis múltiples personalidades, pero la totalidad de mi ser estaba más allá del cansancio, oscilaba en el "ok, lo que sea, que me lleve la marea".
Inesperadamente me encontré involucrada en una conversación que pronto se convertiría en una de las más trascendentales de mi pequeña e insignificante historia como humana; comenzando por nuestros países de origen hacia Platón, circundando lo abstracto de la música en el arte y lo efímero de los libros en nuestros estómagos y la posible existencia de una escondida pero tajante narratividad épica en la vida de las personas, sobre todo de algunas cuantas solamente.
Paulatinamente me fui percatando de facilidad con la que me podía comunicar con este individuo, me fue enredando con acento ibérico ceceante de do a do. Y para colmo no pude más que notar un tenebroso paralelismo entre su existencia y la mía: ambos de padres de ciencia y agnósticos (ahora maestros), su interés por la música y el mío por el arte a manera de estudio, color de pelo (yo en el pasado como él), preferencias de libros, de música de películas, de deportes, de comida, de forma de vestir... algo me hacía sentir como que estaba viviendo un capítulo de "the twilight zone", por lo cual me cohibí y me retiré a mi propio espacio para contemplar la infinitud de la nada en silencio solitario y absoluto.
Miento. Seguí el hilo de la plática hasta que pasó la señorita encargada de anunciar que era hora de dormir y que consecuentemente apagarían las luces de los vagones. Las ballenas caucásicas de enfrente emitieron un sonido ininteligiblemente desagradable, como en voz de "shushhhhhhh".
Se acostó ocupando ambos asientos, invitándome a emplear su brazo derecho como almohada. Accedí, por alguna razón me sentía en confianza para no salir corriendo y esconderme en el baño para evitar ser violada por un completo extraño.